lunes, 29 de junio de 2009

La traducción


El traductor de obras literarias tiene dos exigencias insoslayables: conocer a profundidad la lengua extranjera de la cual va a traducir una obra, conocer a profundidad el idioma nuestro (Lengua Castellana), conocer la materia que será objeto de traducción y tener dotes de escritor y conocimientos de literatura.
Traducir exige todavía más: requiere un sentido de la interpretación, es decir, captar el espíritu de lo que se ha de traducir. En general se trata de un esfuerzo disciplinado.
Actualmente se traduce mucho, y con frecuencia mal. Son abundantes las traducciones deficientes de obras literarias o de libros técnicos y científicos. El peligro es muy alto, ya que a fuerza de las malas versiones se han introducido al español muchos barbarismos e incontables vicios de redacción como solecismos que están deformando nuestra lengua.

REQUISITOS PARA TRADUCIR

Quien traduce deberá tener talento literario; el traductor debe estar a la altura del original; familiarizado con la materia objeto de traducción, por tal, el poeta debe traducir al poeta y el cuentista al cuentista. Los problemas más graves de las traducciones, antes que los barbarismos, son los vicios de construcción. Es conveniente ser fiel al original para poder captar pensamiento y sentimiento del autor; así, antes de iniciar una traducción debemos estudiar muy bien el original para familiarizarnos con la obra, su contexto y su sentido. Después de realizar el trabajo, es prudente realizar por lo menos dos revisiones y correcciones, dejando pasar un lapso considerable de tiempo entre una y otra.

TIPOS DE TRADUCCIÓN

Por regla general se habla de dos tipos de traducciones: libre y literal. La más adecuada es la traducción libre, que es la forma que más nos permite respetar el sentido de la obra original.

EJEMPLOS DE TRADUCCIÓN

Como ejemplo presentamos dos traducciones maestras: “El jardinero” de Rabindranath Tagore, realizada por Zenobia Cumprubí de Jiménez; y “El monólogo de Hamlet” escrito como parte de el drama “Hamlet” de William Shakespeare y traducido del inglés por Luis Astrana Marín.

“El jardinero.
¿Cómo quiere, madre, que eche cuenta en nada esta mañana, si el príncipe va a pasar por aquí? Dime tú cómo me peino, madre; que vestido me voy a poner…
Sí, madre; no me mires así; ya sé yo que él no alzará sus ojos a mi ventana, ya sé yo que sólo le veré un momento; que será como cuando viene, sollozando, la nota que se aleja de una flauta… Pero el príncipe va a pasar por aquí, madre, y yo quiero ponerme ese instante lo mejor que tengo.
Madre, ya el príncipe pasó… ¡Cómo brillaba el sol de la mañana en su cabeza! Yo abrí el velo de mi cara, me arranqué del cuello la cadena de rubíes y la lance a su paso…
Sí, madre; no me mires tú así; ya sé yo que él no cogió mi cadena; ya sé yo que la aplastó una rueda de su carro; que sólo quedó de ella una mancha grana en el polvo; que nadie sabe qué regalo era el mío, para quién era… Pero el príncipe pasó por aquí, madre, y yo le eché a su paso mi mejor tesoro”.

“Hamlet.
Hamlet.- ¡Ser o no ser: he aquí el problema! ¿Qué es más levantado para el espíritu: sufrir los golpes y darlos de la insultante fortuna, o tomar las armas contra un piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas? ¡Morir…, dormir nomás! ¡Pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne! ¡He aquí un término devotamente apetecible! ¡Morir…, dormir! ¡Dormir!… ¡Tal vez soñar! ¡Sí, ahí está el obstáculo! ¡Porque es forzoso que nos detenga el considerar que sueños pueden sobrevenir en el sueño de la muerte, cuando nos hayamos librado del torbellino de la vida! ¡He aquí la reflexión que da existencia tan larga al infortunio! Porque ¿quién aguantaría los ultrajes y desdenes del mundo, la injuria del opresor, la afrenta del soberbio, las congojas del amor desairado, las tardanzas de la justicia, las insolencias del poder y las vejaciones que el paciente mérito recibe del hombre indigno, cuando uno mismo podría procurar su reposo con un simple estilete? ¿Quién querría llevar tan duras cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa, si no fuera por el temor de un algo después de la muerte –esa ignorada región cuyos fines no vuelve a traspasar viajero alguno-, temor que confunde nuestra voluntad y nos impulsa a soportar aquellos males que nos afligen, antes que lanzarnos a otros que desconocemos? Así, la conciencia hace de todos nosotros unos cobardes; y así, los primitivos matices de la resolución desmayan bajo los pálidos toques del pensamiento, y las empresas de mayores alientos e importancia por esta consideración tuercen su curso y dejan de tener nombre de acción… Pero ¡silencio!… ¡La hermosa Ofelia! ¡Ninfa, en tus plegarias acuérdate de mis pecados!”

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