lunes, 29 de junio de 2009

Estilo científico


Como estilo científico se comprende el estilo demostrativo. Es el empleado por el redactor para convencer y ganarse al lector; lo que no se consigue solo con razonamientos, sino que se requieren hechos, pruebas, documentos.
Este etilo depende mucho de la descripción; es decir que no es suficiente con calificar un suceso como algo grandioso, mediocre o deslucido; sino que tenemos que trazar una descripción del suceso para que sea el propio lector quien califique.
Al escribir en estilo científico o demostrativo es preciso recordar que el lector es el destinatario de nuestro mensaje. Si sentimos el impacto de la belleza o de la crueldad, es preciso hacer sentir ese impacto en el lector y no sólo comentarlo. No deben hacerse afirmaciones gratuitas, teniendo por tales a aquellas que no convenzan al lector demostrativamente.
En este estilo es preciso no escribir de memoria, sino solo aquello que conozcamos por propia vivencia; sin este requisito no hay posibilidad de auténtica comunicación. Esto no significa que no podamos emplear el estilo demostrativo cuando abordemos temas imaginarios; en tales casos, también se puede ser tan convincentes y tan verosímiles que no dejemos lugar a dudas.

Ejemplo de estilo científico o demostrativo:
“Era la hora de la sobremesa. Mi vecino, el redactor de “El Imparcial”, hablabame del ingenio de Canovas, superior, a su entender, al de Aristófanes y al de Voltaire, cuando la criada entró en el comedor, diciéndome que me buscaba un caballero.
-¿No ha dicho su nombre? -pregunté.
-Sí –me contestó-, dice que se llama don Gaspar Núñez de Arce.
Al oír aquel nombre sentí una emoción inmensa. De todos los poetas españoles, aquel era el único al que yo admiraba sin reservas, con fe casi religiosa. Sabíame sus poemas de memoria y los recitaba con énfasis cuando quería darme a mí mismo conciertos de ritmos metálicos… Rubén Darío era, hasta cierto punto, el culpable de estas mis devociones exageradas, pues en su perenne vituperio contra la literatura española, “rampona, apolillada, grosera”, sólo don Gaspar se salvaba entre los poetas del anatema y obtenía dirrámbicas loas.
-Cuando vaya usted a Madrid –habíame dicho Rubén en Guatemala- mándeme el poema nuevo de Núñez de Arce, el más fuerte de todos, si no me engañan los fragmentos que han publicado las revistas… el poema se debe titular “Luzbel o Lucifer”.
Creyendo que don Gaspar tenía por fuerza que conocer a rubén Darío, yo le había escrito, al enviarle mi librito, una carta muy respetuosa, dándole parte de este encargo y suplicándole me dijera si su nueva obra había aparecido. Su amabilidad al ir el mismo a visitarme llenábame hasta tal punto de turbación, que yo no acertaba a salir del comedor de mi casa de huéspedes para ir a recibirle.
Además, ¿dónde iba a recibirle?… el lugar que solía servirnos a todos los huéspedes para casos como aquel era justamente el comedor.
La criada me sacó de la incertidumbre diciéndome:
-Le he hecho entrar en su habitación.
Allí le encontré, entre un traje de Alice que ocupaba una silla y un puñado de papeles que cubrían una mesa… Era un viejecito menudo, de barba blanca, de ojos duros, de aspecto seco… Era un viejecito friolero que, además de hallarse metido dentro de un gabán muy grueso, temblaba en la atmósfera tibia de mi albergue… Era un viejecito sin nada olímpico, en suma… Yo quise, balbuceando, expresarle mi gratitud, mi entusiasmo, mi fervor. Él me dejó decir… luego, cuando habló, noté que al ir a visitarme había sido victima de un engaño… Me había tomado por un diplomático americano rico…
-No sé porqué, -murmuraba-, figúreme que era Usted embajador de su país.
Luego, refiriéndose a mi librito, me dijo:
-Es una lástima que descuide Usted el lenguaje, empleando palabras como “abracadabrante, rayonante”… se ve que frecuenta u8sted una especial dilección a los franceses… Es una moda muy generalizada entre jóvenes… Pero ya notará usted que no hay jugo en esa literatura de país decadente… “fin de siglo”, como ellos dicen… “fin de raza”, más bien.
No se si pronunció cien palabras en los cinco minutos que duró su visita. Al marcharse, sin invitarme a ir a verle a su casa, me saludó con una frialdad glacial, dándome apenas la punta de los dedos… Yo me asomé a la ventana para verle marchar, lento, menudo, apoyándose en un paraguas, igualito a cualquier burgués de la villa…” (Enrique Gómez Carrillo, “Núñez de Arce, en casa”).

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